Frívola tendencia pictórica
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No hay modo. No hay manera de escapar al turbio destino que se avecina y que fue desencadenado por ella. Esa bella plebeya sufriente y apestante que de bella no tiene más que la idea. Todo el día frente al espejo, ella, no hace más cosas que esa. Sin embargo, a veces se deja un tiempito para comerse las uñas. Sentada como estúpida, haciendo creer a los incautos una fingida inteligencia que ya no le queda. Además de todo tiene las uñas feas ya que se las veo y no puedes creerlo. Es un monstruoso ser, acabado por el paso de los años. Pero ella no lo cree así, se sigue creyendo la gran vedette que fue en los años de gloria del vedettismo, frívola tendencia pictórica y mal acabada escuela psicológica que a nadie le ganó y que acabó con sus libros en el cuarto de ella, hedionda y desganada. El sucio régimen que vino después y destrozó todo lo que ella había construído, con ganas o sin, fue malo, reconozcámolo. Eso no quita que ella fuera tonta, fea, hedionda y desganada, si ni ganas de comer tenía. Por eso mismo fue que sufrió mucho. Pero ella, fuerte, resistía. Y así murió. Nunca se quejó y nunca nadie supo lo que pasaba y menos sabían que estaba enferma y se estaba comiendo las uñas a escondidas, vicio que nunca dejó. Que la compadezca no quiere decir que ella deje de ser una de esas que ni se aparecen en mi mente cuando estoy solo. Debo admitir que pienso en ella, y bueno, no puede ser menos, especialmente si ella era amiga de su abuelita. Y la gente así marca, que no. Y puchas que marcaba bien su cabro chico, y durante el vedettismo los sectores liberales lo dejaron inválido de la cabeza al cuello. No sé cómo vivió tanto, ese pobre hombre. Nunca se supo quién fue el que lo atacó, pero se supone que fue el sucio dictador, mientras no lo era. En fin, el tiempo dirá lo que quiera, nunca ha dicho la verdad, si es que la hay, sólo hay una cosa, la cabeza del chico teñida en sangre y las lágrimas de su madre cayéndole en el ojo, que a su vez lloraba. Tristes escenas familiares, que a menudo suceden. Si supiera el chico, que yo soy su padre. Ella nunca quiso decirle, pues yo vengo del barrio. Y en el barrio no me hubieran aguantado llegar con el cabro chico. El barrio, para que se entienda, es lo que se denominó en los noticiarios como La Fulana, donde fue el "golpe del siglo". Yo, por suerte no estuve involucrado en ese robo, aunque debo reconocer que fui invitado. No fui por ella, embarazada y hedionda como estaba (era). Debo decir que es indignante que el cabro no sepa que soy su padre, lo que me molesta hasta lo indecible. Finalmente, me sigue molestando, sin embargo, con que le compré el robotito ese, yo, siendo un desconocido. El cabro cacha que aquí hay algo raro, sabe algo o lo escuchó por ahí, en uno de los múltiples arrebatos irresponsables de la (concha de su) madre que fue a tener. Pero está bueno, él no tiene la culpa de su mala suerte. En fin, esta es mi vida, doctor.
- Muy bien. Ahora vea estas manchas, ¿qué ve?
- Un elefante convenientemente dispuesto sobre un balón.
- Bueno, ¿y en esta otra?
- Que piernas!
- Ah?
- Ella, su secretaria, qué piernas.
- Ah, sí.
- Ya, ahí veo... sí... un auto. Un auto.
- Qué tipo?
- Un escarabajo, con dos chicas adentro.
- Y ¿cómo dijo?
- Un escarabajo, con siete chicas afuera.
- Bien...
- Bien qué...
- Eh... el... eso pues!
- ¿Sabe una cosa?
- Sí?
- ¿Qué sabe?
- Nada.
- Entonces, para qué dice que sí?
- No dije sí, dije SÍ?
- Ah.
-...
-...
- Bueno, dígame.
- Qué quiere que... mejor acabáramos.
El doctor se molesta y se llena sus cachetes con esos flatos callados e indisimulables. Yo me río en silencio, y me voy.
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