Nueve
Pasos cansados sobre los charcos de la lluvia de ayer. Recorridos en constante descubrimiento. Tres cuadras, una plaza, la calle larga y sombría, el puente. El espacio nuevo teñido por una especie de recuerdo feliz, pasado abandonado. Pero no recuerda. Sus ojos vagan por las caras bajo los paraguas. Nadie sabe. Él tampoco. Sin embargo está ahí.
Una vida gris. Sentado en el pasto brillantemente verde, observando el río agitado desde la altura. Deja caer el cuerpo, y sus ojos miran el cielo, y dos tipos de agua se confunden en su cara.
Entra a la cabaña vacía, impersonal. Nada ahí remite al pasado. Ni él.
Postrado por la desilusión, iluminado apenas, cae rendido ante un prospecto de sueño, no reparador. En él desfilan imágenes que podrían representar pasados distintos. Esto lo despierta abruptamente, y las imágenes se diluyen.
Mira el techo hasta dormir.
Despierta paulatinamente. El mundo soñado se mezcla con el real, y por algunos momentos no sabe dónde está. Luego, extraña la compañía, como todos los días. Su cuerpo cálido contrasta con el frío exterior. Una necesidad primaria, de eso se trata. Esa sensación le acompaña desde su primer día ahí. Por el vínculo indisoluble que solo en ella se representa, ahora. La magnitud de los sentimientos que recibe cuando piensa en esa situación la abruma, y no puede dejar que ninguno de ellos predomine. Mejor así.
El pretexto de su vida. Está lejos, alejada de su casa e inexistente en la mente del hombre que causó todo. Se derrumbará, tarde o temprano. Y lo sabe, muy dentro de ella.
Da vueltas por las calles de la ciudad, y a pesar de que no es muy grande, no ha encontrado a quien busca (pero, ¿existe el azar?), aunque cree verlo a cada instancia. Son los ojos y la mente y el corazón y sus engaños.
Después de todo, vuelve a su pieza, que no es suya. Se tira en la cama, boca arriba, en la oscuridad.
Mira el techo hasta llorar.
Sus dedos tocan sus ojos. El cansancio es grande. Un silencio envolvente lo rodea, a él sentado a la mesa, con una pequeña luz focalizada en los papeles que están frente a él.
Se levanta y se acerca a la ventana. La oscuridad exterior, solo quebrada por pequeños rectángulos. Casi los mismos de siempre.
Piensa en las vidas que quiere capturar, la cantidad de gente que comparte con él la ciudad, la multiplicidad infinita de detalles que adornan esas personalidades.
Vuelve a su mesa. Toma un café enfriado por la espera.
Se sienta, toma el lápiz, lo acerca al papel. Sus ojos buscan la foto, y luego se mueven en otras direcciones.
Mira el techo hasta escribir.
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